Cuadernos de Festival I / Puerto Escondido- San Pelayo (23 de junio- 5 de julio de 2005)



Son las tres de la tarde del cinco de julio. Tomo un bus que de Montería me traerá de regreso a Bogotá y antes de cerrar los ojos y disponer mi cuerpo al merecido descanso, intento abarcar por última vez la inmensidad de la gran Sabana de Córdoba. En un segundo, que más parece una eternidad, las músicas vividas durante más de quince días aparecen reconfortantes en mi cabeza. Aflora Puerto Escondido, sus costas tranquilas y sus noches delirantes de tambores, palmas y cantadoras. Viene a mi, en la nostalgia de la despedida, San Pelayo y el estruendo rítmico de redoblantes, bombos, clarinetes y bombardinos que se apaciguan en la lentitud misteriosa del río Sinú. Nítidos y ya hechos recuerdo, allí están, tras la ventana del bus que raudo se aleja, dos de los espectáculos sonoros más importantes de la tradición musical colombiana

Una azarosa invitación
El destino inicial de esta aventura era viajar al municipio de San Pelayo, Córdoba a la versión 29 del Festival Nacional del Porro en un curioso afán por descifrar parte del fenómeno musical existente desde hace algunos años en Bogotá donde artistas, músicos, académicos y uno que otro transeúnte distraído han volcado sus perspectivas en una búsqueda musical y vital en torno a nuestras músicas tradicionales y su afortunado encuentro con los sonidos propios de la ciudad. Decidí, entonces, dejar a un lado el miedo que tristemente nos embarga cuando queremos viajar por Colombia y, a pesar de las advertencias, San Pelayo se convirtió en una suerte de pacto esperanzador con esta geografía extraordinaria que, aquejada por absurdas violencias, había quedado sumida en una especie de sueño inabordable. Pues bien, y como algunos de los viajes iniciáticos de nuestra vida, este también contó con la fortuna del azar y los encuentros incomprensibles.
Sin tener idea del episodio que estaba a punto de fraguarse, un amigo y yo visitamos la casa del percusionista bogotano Urián Sarmiento en búsqueda de material visual sobre nuestra música con la intención de enviarlo a Francia a algunas personas interesadas en contactar agrupaciones folclóricas y llevarlas a participar en festivales de World Music.
Custodiados por un premonitorio sol bogotano, pasamos una tarde entera observando con emoción las travesías musicales que muy cordialmente Urián estaba dispuesto a cedernos con la única condición de que no fueran utilizadas con falsos motivos comerciales. Fue allí, alentados por maravillosos cuentos e historias acerca de los personajes que en los videos aparecían cuando el percusionista dejó ver las imágenes del renombrado Festival Nacional del Bullerengue.
Con la justa inocencia del iniciado pregunté hasta el cansancio sobre la posibilidad de poder “hacer” los dos festivales. “Todo depende de cuanto aguante su cuerpo”, dijo Urián dibujando una sonrisa cómplice que no me asustaba ni me prevenía, tan sólo me invitaba a tomar partido de una experiencia donde sabía que la vida se convertiría en música y la fiesta irrumpiría desmesuradamente cada resquicio de mi entumecido ánimo citadino.
Sumado a esto, una semana antes de iniciarse el acontecimiento, Charly, el barman, del lugar donde pongo música los fines de semana expuso, para sorpresa mía, el argumento final que me persuadiría a enfrentarme a un periplo que, presupuestado para un fin de semana, debería extenderse diez días más.
En su oficio de antropólogo, el curioso barman viajaría con una comitiva de cuarenta bogotanos que participarían en el festival en calidad de documentalistas, todos ellos animados por un espíritu temerario que para mi ya era una doctrina: atravesar la cordillera occidental colombiana hasta llegar al sur del departamento de Córdoba buscando un carnaval donde se reunirían cantadoras, cantadores, bailadores, bailadoras y tamboreros provenientes de Necoclí, San Juan de Urabá, María la Baja, Turbo, Chigorodó, Arboletes, y Apartadó, entre otras locaciones donde el bullerengue es un rico sistema simbólico que comunica distintas prácticas de la vida sagrada y cotidiana.

La autopista al occidente
El bus que de Bogotá partió a Puerto Escondido el martes 21 de junio me recordó los fabulosos viajes sicodélicos que de costa a costa realizaron en los sesenta los integrantes de Greatful Dead. No es difícil imaginarse qué puede suceder en un recorrido de más de veinte horas donde el jolgorio, la libertad, los humos y los licores estimulantes se conjugan en una singular fiesta rodante necesaria para eludir momentáneamente la zozobra que suscita el adentrarse en zonas donde un fuego cruzado podría sorprendernos dramáticamente sin tener en cuenta las razones de tan singular vagabundaje.

Para fortuna nuestra, las balas estuvieron en silencio durante el recorrido que se vio interrumpido al mediodía del miércoles 22 cuando un monumental trancón de cinco kilómetros nos atrapó a la altura de Valdivia, última estación montañosa de la soberbia topografía antioqueña que da paso al río Cauca y a la llamada Troncal de la Costa que comunica a Medellín con el Caribe colombiano.
El atascamiento, producto de un gigantesco derrumbe, se prolongó toda la tarde y nos entristeció la noticia de que deberíamos pasar la noche allí impidiendo nuestra llegada al amanecer para presenciar la Alborada, enardecido inicio del festival donde las agrupaciones participantes recorren de cabo a rabo el pueblo invitando al baile desenfadado que se dilatará durante tres días.
La lluvia inclemente, el intenso frío de la montaña y el denso sopor de un bus estacionado, hicieron que a la mañana siguiente, y en un impulso mañanero inspirado por la resaca de la fiesta que se armó en las tiendas de la vía, optara por cruzar a pie el derrumbe y buscar un transporte que me condujera al nombrado y, esa altura de los acontecimientos, inalcanzable destino.
Luego de más de dos días de viaje, finalmente arribo a Puerto Escondido a las cuatro de la tarde del 23 de junio. Ante mí, el mar se extiende como un manto de serenidad contradictoria pues justo delante suyo un pueblo se extravía al compás de porros, chalupas y fandangos.

Coordenadas Porteñas
El municipio de Puerto Escondido, se encuentra ubicado al sur del departamento de Córdoba a unos noventa kilómetros de la capital Montería. Para llegar allí, un destartalado camión aparcado en los extramuros de la Avenida Primera (una de las principales calles de Montería) bordea la orilla del río Sinú para luego internarse en las prósperas tierras ganaderas donde el cielo es un crisol de colores que se refleja nítidamente en los estáticos caños de aguas oscuras que proliferan en la región.
Detrás del verde tornasolado de las diminutas colinas de la sabana, los porteños habitan una vasta extensión de tierra que cada año y con motivo de las fiestas del calendario santoral popular, celebra entre el 24 y el 29 de junio el Festival Nacional del Bullerengue que este año llegó a su versión número 18.
Perteneciente a una de las tres zonas geográficas que en algún momento fueron refugio de cimarrones o palenques, Puerto Escondido –junto a otras poblaciones situadas en la región del Canal del Dique, la zona costera del departamento de Bolívar y la región antioqueña de Urabá- ostenta una ecléctica herencia musical gestada cuando el colonialismo español propició una rica mixtura musical entre las etnias indígenas y negras.


Bogotanos en Puerto Escondido
Ya en el bus me había enterado de que parte de la comitiva bogotana no sólo se dedicaría a la indagación académica de uno de nuestros patrimonios invisibles más significativos, al mismo tiempo algunos de ellos, sino la mayoría, participarían como músicos en la tarima haciendo parte de las agrupaciones “La bogotana” y la “La rueda”. Debo confesar que en principio me molestó dicha intervención pues cuando se va a un festival de música tradicional lo que menos se espera es encontrar en una misma tarima a veteranos maestros batirse al lado de jóvenes que sólo con su forma de vestir y hablar ya estaban fuera de lugar. “Tamaña intromisión”, pensé, después de un prematuro juicio que a la postre fue rebatido luego de las misteriosas situaciones en que nos vimos envueltos tanto ellos, los músicos y documentalistas, como yo, el observador en la trastienda.

La noche en que el cielo se cayó
La calle principal de Puerto Escondido se extiende desde la “Bolivita”, replica en miniatura de una estatua ecuestre del libertador forjada originalmente por el escultor italiano Pietro Tenerani, hasta la tarima Eulalia Medrano, lugar este último donde se realiza el festival. Día y noche las agrupaciones merodean el pequeño poblado buscando alguna tienda o algún patio donde improvisar décimas o poesías que hablan de genealogías de pueblos olvidados, la cotidianeidad del campo y legendarias contiendas entre cantadoras.
Cadencioso, alegre y en ocasiones triste, el bullerengue trae consigo un profundo componente femenino que se integra armoniosamente con la sutilidad y la sencillez de su instrumentación. Tambor alegre o hembra, tambor llamador o macho, tablillas y el guache (cilindro de latón relleno de semillas que en ocasiones se reemplaza por una totuma repleta de loza quebrada) integran este complejo rítmico que se lo inventaron ellas para poder divertirse cuando, en estado de embarazo o concubinato, no podían asistir a los bailes populares realizados durantes las celebraciones religiosas. Unido íntimamente al canto y la interpretación musical, el baile participa activamente de este ritmo pues las bailadoras animan a las cantadoras y a los tamboreros en interminables horas de baile donde uno y otro se cortejan socarronamente.
Fue allí, en uno de esos delirantes bailes, conocidos como “ruedas”, donde me topé con un personaje de mirada penetrante, escuálida figura e inmensa sabiduría en las artes campesinas.
Eludiendo el paradigma femenino que circunda al bullerengue, Freddy Suárez, natal de la población de Arboletes, es uno de los cantadores y bailadores más respetados de la región. No entiende muy bien por qué le dicen maestro pues, como la mayoría de tamboreros y cantadoras, la música no es una profesión, ni siquiera un objeto de estudio, es simplemente un estado del alma que ha permanecido arraigado por años fluyendo a borbotones en sus sangres africanas.
Contrario a lo que se podría pensar, Freddy se muestra espontáneo ante el caudal de preguntas que los inquietos bogotanos le hacen. En un gesto desenfadado , él accede a tomar parte del frenesí capitalino y junto a su hermano Ever, un recio tamborero, participan de una noche de fiesta donde según dijeron algunos el diablo se soltó.
“Bailo por que para mí eso es el bullerengue”, dice Freddy con la sencilla lucidez que produce el ron y el tambor. Tal parece que una fuerza telúrica, ajena a él, lo llevara a niveles de enajenación rítmica que producen un estado de embriaguez en el público que lo mira hipnotizado. Su baile sensual y sugerente despierta cada una de las pasiones dormidas bajo nuestra piel bogotana.
Llega la noche y nos dirigimos a la casa donde se hospeda el grueso del séquito bogotano. Me han dicho que el festival se lleva a cabo durante el “Veranillo de San Juan”, inquietante capricho de la naturaleza, que sin saltarse nunca a la regla deja caer un poderoso aguacero al final del festejo. A pesar de la inalterable constante atmosférica, esa noche el cielo se oscureció y cayó encima nuestro avivando aun más los cuerpos que lentamente se perdían a sí mismos excluyendo toda noción de identidad y reserva citadinas. Bajo la sombra tutelar del venerable cantador, los rayos iluminaron intermitentemente un delirio que se transformó en devoción y lo pude ver, inmerso en un trance inexplicable, invocando secretas fuerzas musicales que se evaporaron mágicamente al amanecer cuando un inmenso arco iris, dibujado al horizonte del mar Caribe, visitó nuestros ojos aplacando la desmesura.
El saldo de la borrasca: varias casas destechadas y una piara de marranos electrocutada. Para nosotros, la oportunidad de haber podido asistir a un lugar donde los límites de la razón se desvanecen y las diferencias raciales se disipan en generosas lecciones de humildad como las demostradas no sólo por Freddy Suárez sino por cada uno de los músicos reunidos que aceptaron compartir su bullerengue y entregárnoslo con la certeza de que jamás, aún cuando estuviéramos sumidos en los más fríos vientos bogotanos, se nos olvidara que el bullerengue se canta y se baila “...pa´que la gente esté contenta”.


Preludio en la playa
Culminado el bullerengue tengo tres días que me separan del que fuera el objetivo primero de mi viaje, el Festival Nacional del Porro. Me aparto un tanto melancólico de la caravana bogotana a la que despido embadurnado de barro luego de haberme zambullido en los balsámicos lodos de un pequeñísimo volcán enclavado en la parte alta del llamado Puerto Escondido Viejo.
En compañía de un par de amigos caminamos unos 25 minutos al sur de Puerto Escondido para llegar a la playa de Hoyitos, paisaje paradisíaco donde nos recibe la sonrisa inalterable de Pupi, un negro de tersas carnes que nos ofrece café, plátanos y unos palos donde guindar nuestras hamacas.
La noche llega en tonos morados y el mar, una vez más, arrulla sosegado lo que será el preludio de otros cuatro días colmados de músicas desenfrenadas e individuos pintorescos y de amables maneras que reciben cada año el éxodo de más de 20.000 visitantes reunidos alrededor de las bandas tradicionales de la región ribereña de los ríos San Jorge y Sinú para rendir tributo al porro, otra de las riquezas artísticas y culturales de la región.

Coordenadas pelayeras
San Pelayo, la “capital folclórica” de Córdoba, se encuentra al norte de Montería por la carretera que conduce a las exuberantes playas de Tolú y Coveñas. Con un entramado urbano donde el palimpsesto arquitectónico se hace evidente dejando ver un pasado español y uno indígena, las construcciones republicanas y las delicadas chozas de bahareque abren sus puertas durante un fin de semana para ver marchar, bajo el inclemente sol (que llega a temperaturas por encima de los treinta grados) una veintena de bandas que se abren paso a ritmo de porros, fandangos y puyas reemplazando la escasa, lenta y pesada brisa por torbellino realmente arrebatado: la banda de porros pelayeros.
Aunque el porro también tiene un ecléctico origen enraizado en músicas europeas, negras e indígenas, se diferencia del bullerengue por su carácter académico y urbano. Lo anterior no quiere decir que uno sea mejor que el otro. Se trata simplemente de manifestaciones musicales que surgidas en similares condiciones históricas y geográficas, tomaron rumbos divergentes y se hicieron únicas definiendo irrevocablemente las abundancia melódica de una zona colombiana donde en menos de 90 kilómetros conviven la metafórica sencillez del bullerengue y la extravagancia sonora del porro.


El delicioso ocio pelayero
Abordo el “Loriqueño”, bus municipal que me lleva de Montería a San Pelayo en compañía de Mange, saxofonista bogotana que también viaja con la convicción de encontrarse de frente modos y costumbres que en un principio nos son tan ajenas que angustiosamente nos rodea una especie de síndrome de extranjería. Se hace entonces un tanto difícil pasar inadvertidos y creemos que las miradas escrutadoras de los pelayeros impedirán involucrarnos de lleno en la celebración.
No obstante nos abruma la condición de bogotanos somos recibidos de manera cordial y lo primero que nos ofrecen los músicos son sus casas. Luego de un par de averiguaciones nos alojamos en la espaciosa morada de Don Domingo que aunque no es músico deleita a los pelayeros con las delicias culinarias que prepara para vender los días en que el porro se tomará por asalto la población.
A lado y lado de las calles de San Pelayo, sólo se escucha música. A pesar de que la alcaldía ha decretado que sólo se puede escuchar porro en los días del festival, los picós vociferan vallenato, reggeaton y champeta, ritmos que amenizan una descomunal fiesta que tendrá inició la madrugada del 2 de julio con la llamada Alborada, tal vez el momento más excitante del festival pues los 300 músicos de las bandas participantes conforman la Gran Banda para interpretar los porros pelayeros más clásicos, entre ellos “María Varilla”, canción insigne inspirada por una delgada y legendaria bailarina que recorrió pueblos, veredas y caseríos danzando infatigable días y noches al son de los fandangos hasta que la sorprendio la muerte.
Los primeros días me resultó contradictorio que en medio de tan excesiva festividad nuestro ánimo se supeditara al relajamiento y al delicioso ocio contemplativo. Fueron horas y horas donde el sol vertical nos permitió observar un sinnúmero de macondianas personalidades cada cual más surrealista la una de la otra pero no tanto como el redoblantero de nombre bíblico que nos enseñó e ilustró acerca de las características del mencionado ritmo.
De ojos claros y desenvuelto acento sabanero, Jonás atacaba su redoblante en medio de malabares, contorsiones y un mar de ron, elíxir necesario para sobrellevar el ritmo endiablado de los porros palitiados y los porros tapaos, formas musicales que junto al fandango conforman los estilos de interpretación del saber musical sabanero.
“Enseño a tocar y a bailar para que a la gente no se le olvide de donde proviene”, nos dice con el aire de un buen maestro que atento a su tiempo sabe entender otras manifestaciones modernas de la música. Empero su elocuencia, Jonás no comprende porque la gente descuida sus músicos y vitorea circunstancialmente las desacertadas palabras de Jorge Villamizar, cantante de Bacilos, quien, a pesar de ser natal de Montería, afirma en público conocer poco o nada del festival al que ha sido invitado.
En seguida de las desafortunadas palabras de Villamizar, Jonás nos mira y con sutil sonrisa nos dice resignado y parodiando la famosa canción: “No importa, al fin y al cabo no nos interesan los millones, lo importante es la fiesta”.
Haciendo caso omiso del desaire, caminamos junto a Jonás quien nos invita a culminar nuestro viaje en medio de la “rueda de fandango”, otro baile que análogo al bullerengue, decanta el cuerpo a través de las trompetas, los bombardinos, los trombones, los redoblantes, los bombos y los platillos, instrumentos ágilmente manipulados por colombianos colmados de modestas razones para sobrellevar el desencanto que produce vivir en un país infectado por la peste del olvido.
Abandonamos la enorme tarima María Varilla en el delirio del alba del 4 de julio y nos preparamos para el regreso al día siguiente. Mi compañera toma un avión y yo subo a un bus abrigado por una tarde somnolienta. Es entonces cuando comprendo el final del viaje y las palabras que Doña Geo, la mujer anciana que albergó parte de mi estancia en Puerto Escondido, pronunció la noche en que el bullerengue se transformó en silencio: “Lo que más me gusta del festival es cuando se acaba pues la música queda por ahí, dando vueltas en el aire”.
Bogotá, Agosto de 2005

La montaña

Soatá está al norte de Boyacá en el costado occidental del Cañón del Chicamocha. Varios kilómetros adelante, ya en Santander, se encuentra Piedecuesta, ciudad natal de Edson Velandia.
Él habla de borricos, de fantasmas, de enamorados que amanecen taciturnos en el rancho de su amada, de geometrías imposibles y también habla de las montañas.
Me encontré esas mismas montañas en Soatá. Desde niño me las topé y hoy las recuerdo con un nudo en la garganta.
Esta es la letra del señor Velandia que hoy me ha puesto de nuevo en la inocencia. Fue escrita para un disco de música infantil llamado "Sócrates". La canta él con los niños del jardín infantil La Ronda.
La sencillez me deslumbra.

LA MONTAÑA
La montaña por donde cae el sol,
Camino que lleva al río,
La leña que llama al fuego,
Canción que espanta la tempestad.
Las aves que anuncian la noche,
Viento que viene frío,
La piedra donde se sienta Dios,
La calma del caracol.

Duerme niña,
Que yo te nombro el paisaje.

La cueva donde nació el ratón,
Camino que lleva al monte,
El agua de los remedios,
Canción que arrulla la soledad.
La nube que mira la luna,
Rumores de los cantores,
Las tres estrellas de siempre,
El árbol matarratón.

Duerme niña,
Que tiene sueño el cantante.

Edson Velandia






Estas fotos fueron tomadas a principios de 2007 en la vereda La Chorrera desde las laderas donde se encuentra situada Betania, la casa de mis abuelos y mis tíos. Queda a 10 minutos de Soatá.

Colombia es pasión!!!

Qué aburrida frase esta. Es como si quisieran encerrar en tres palabrejas a las reinas, el sombrero vueltiao, la ruanita de Uribe, las sonsas letras de Juanes, la "originalidad" del tropipop, los graznidos de Shakira, la falacia del 5-o, Julito Sánchez, "la profundidad" de Andrés López, la "sensatez" de Alejandro Villalobos, el "surrealismo latinoamericano" de Andrés Carne de Res, la sofisticación europea del Parque de la 93 -me cago en cada uno de los sitios que rodean esta funesta cuadra de yuppies, arribistas y traquetos mal disimulados-, y "la magia histórica" de Cartagena de Indias. Que jartera. A veces no sé si se trata de un complejo de inferioridad al revés. ¿Hasta cuándo tendremos que comernos el cuento de qué vivimos en el "mejor país del mundo" si esto es lo que nos representa?
A los Gaiteros (que llevan por lo menos medio siglo haciendo música) les arman tremendo barullo por un Grammy que no dice nada. Pero, ¿huy!, que hazaña, dirán los medios. Cuál hazaña, me pregunto. Esperar una pensión por mantener viva una tradición, eso si es una hazaña. Nuestros embajadores nos representan con honores en los Grammy. Bahh, que mentira. Si ni siquiera al Ministerio de Cultura se le pasó por la mente comprarles un tiquete para que fueran a recoger el premio. - Resulta bien irónico que hallan sido los de Calle 13 quienes los montaron al avión-.
A la vuelta de unos meses a todo el mundo se le olvida y estarán, como siempre, enganchados a la indescriptible sesión de estupideces que a diario son emitidas por RCN, La Mega y Caracol (otros tres baluartes que se pueden incluir en el connotado slogan); atentos y deslumbrados por nuestro glorioso campeonato de fútbol y espectantes (llenos de amor patrio) por la típica noticia del colombiano (que no es colombiano, en su defecto tiene algún familiar) que triunfa en la Nasa o dibuja morraquitos en la última película animada de Pixar.
Tan apasionados somos que el mejor tropipop, el más "agreste y de calidad" (ej. Fanny Lú y Bonka) nos llega "made in Miami".
Colombia es una pasión encerrada en una desvencijada pelota de letras.